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11 de febrero de 2013

Pablo, el cosista


(Esta ponencia fue presentada en el Homenaje a Pablo Neruda el 18 de setiembre del 2012 en el Rincón Rojo de la Casa Mariátegui, junto a una exhibición de la colección de libros nerudianos de la autora).


Por Grace Gálvez Núñez*

Todos sabemos que Neruda fue un poeta y lo identificamos, sobre todo, por su poesía de amor. Quién no ha leído al menos uno de los Veinte poemas. Otros tantos conocen a Neruda por su poesía política, porque fue comunista o por sus distintos cargos como diplomático chileno. Sin embargo, creo que pocos saben sobre su sensibilidad por los objetos, su profundo afecto por determinadas cosas, su afán de coleccionista incurable.

Se trataba de una hermosa enfermedad, de una sublime obsesión que le llenaba la vida. Cuentan sus amigos más cercanos que Neruda jamás se detenía hasta alcanzar el objeto que deseaba. Y en caso el potencial vendedor se resistiera, sufría como un niño, pataleaba y no paraba de hablar de la pieza y de cuánto deseaba poseerla. Al final siempre conseguía lo que anhelaba, de las formas más inverosímiles que nos podamos imaginar.

Cuenta Matilde que una vez paseando por Temuco, Pablo se detuvo abruptamente para observar un zapato gigante en el escaparate de una zapatería. Matilde comprendió al instante que Pablo iniciaría la lucha por adquirirlo. Ambos se acercaron, saludaban al zapatero, le sonreían, lo miraban con afecto y él ni caso les hacía y seguía trabajando.

«Qué hermoso zapato tiene usted», exclamó Pablo. Inmediatamente el zapatero respondió: «No se vende ni se presta, sólo puede mirarlo». Pablo le dijo lo feliz que lo haría si le vendiera el zapato y resolvió dejarle su nombre y su dirección. «Tenemos que hacer algo, Matilde», repetía intranquilo luego de salir de la tienda.

Por la tarde, Matilde decidió volver a la zapatería y le contó al zapatero de su casa de Isla Negra y del amor de Neruda por los objetos. Finalmente le rogó que vaya al recital que Neruda daría esa noche. «No pierda su tiempo, señora», fue lo que le respondió toscamente.

Al día siguiente, Pablo y Matilde volvieron a la tienda y el zapatero inesperadamente corrió a abrazar a Pablo. «Quiero pedirle un favor», le dijo. «Déme el libro donde yo encuentre el poema La mamadre, dedíquemelo, será el precio por este zapato, que es suyo. Sólo usted debe tenerlo». Había ido al recital. Pablo fue amigo del zapatero desde entonces y cada vez que visitaba Temuco, lo invitaba a beber vino. Luego de sus reuniones, Neruda le decía a Matilde que este hombre era un sabio y que aprendía mucho de él. Este zapato gigante está actualmente en el bar de Neruda en su casa de Isla Negra.

Actualmente, las casas de Neruda son casas-museo: La Chascona (en Santiago de Chile), La Sebastiana (en Valparaíso) e Isla Negra contienen fascinantes colecciones de botellas, mascarones de proa, mapas, libros, cuadros, conchas marinas, máscaras, entre otros objetos, que sacan a la luz los gustos del poeta.

El año pasado, cuando visité Valparaíso, no pude dejar de ir a la tienda de antigüedades El Abuelo, a donde solía ir frecuentemente Neruda para incrementar su colección. Era uno de sus lugares predilectos. Allí me encontré con don Pablo Eltesch, hijo del fundador del negocio, quien ayudaba a su padre a atender a Neruda. Quién mejor que él para recordar las predilecciones de su tocayo.

Durante una larga y sublime conversación, me contó cuál habría sido la última compra que Neruda realizó en vida: el viejo molinillo de café que actualmente está en su casa de Isla Negra.

Resulta que en 1973, año en que Neruda nos dejó físicamente, el papá de don Pablo Eltesch compró un enorme molinillo de café hecho de fierro, con dos grandes ruedas a los lados y lo puso como símbolo del local puesto que sin duda llamaría la atención de los clientes. Apenas lo vio, Neruda quedó prendido de él y empezó la lucha. El dueño no quiso venderlo.

Esa misma tarde, la artista María Martner fue a la tienda a hablar con el dueño y muy seria le rogó: «Dele el último gusto al Poeta que está muy mal, véndale el molino». «A mi papá le dio no sé qué», narra Eltesch. «Pescamos el molinillo, lo echamos al auto y se lo llevamos a Isla Negra. Ahora está en el bar», nos cuenta orgulloso.

De las tres casas de Neruda, Isla Negra es la que más salta a la vista, puesto que tiene muchas más colecciones y se conserva casi todo originalmente, a diferencia de las otras dos que fueron destruidas durante la dictadura del genocida Augusto Pinochet y tuvieron que ser reconstruidas posteriormente.

Respecto a Isla Negra, Neruda dice: «La casa no sé cuándo me nació… era a media tarde, llegamos a caballo por esas soledades, don Eladio iba adelante, vadeando el estero de Córdoba que se había crecido. Por primera vez sentí como una punzada este olor a invierno marino, mezcla de boldo y arena salada, algas y cardos. Aquí… dijo don Eladio Sobrino (navegante) y allí nos quedamos. Luego la casa fue creciendo, como la gente, como los árboles».

Y claro que fue creciendo, pero hacia los costados. Esta casa fue diseñada para la vejez de Matilde y Pablo, puesto que no tenían que subir escaleras, sino caminar de largo. Esta casa tiene la particularidad de tener forma de tren, pues cada habitación es como un vagón.

Por el contrario, La Sebastiana, la casa de Valparaíso, fue creciendo para arriba y tiene forma de barco. Incluso tiene esas ventanas redondas que caracterizan a los navíos. Y para que la sensación sea más verosímil, en la parte alta de la casa donde está la biblioteca, Neruda mandó que el piso se construya inclinado, con madera que cruje como si de verdad estuvieras en un barco y este te meciera. Es increíble puesto que logró el efecto deseado. Me sentí mareada realmente.

«En mi casa he reunido juguetes pequeños y grandes, sin los cuales no podría vivir. El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta. He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche. Son mis propios juguetes. Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de entretenerme solo», narra Pablo en sus Memorias.

Y continúa: «Mis juguetes más grandes son los mascarones de proa. Como muchas cosas mías, estos mascarones han salido retratados en los diarios, en las revistas, y han sido discutidos con benevolencia o con rencor. Los que los juzgan con benevolencia se ríen comprensivamente y dicen:
—Qué tipo tan deschavetado, lo que le dio por coleccionar.
Los malignos ven las cosas de otro modo. Uno de ellos, amargado por mis colecciones y por la bandera azul con un pescado que izo en mi casa de Isla Negra, dijo:
—Yo no pongo bandera propia. Yo no tengo mascarones.
Lloraba el pobre como un chico que envidia el trompo de los otros chicos. Mientras tanto, mis mascarones marinos sonreían halagados por la envidia que despertaban», finaliza.

Uno de los amigos a los que Neruda le encargó la compra de muchos objetos, fue a Jorge Edwards, conocido diplomático y escritor chileno, amigo de Mario Vargas Llosa. Edwards habla de este aspecto de Neruda en su libro Adiós, Poeta [cito]: «Era un coleccionista nato, incorregible, que dedicaba muchísimas horas al cultivo y al disfrute de esta inclinación. Yo, que nunca he sido coleccionista de nada, lo observaba con curiosidad, con diversión, con asombro y, a menudo, cuando el asunto me imponía trabajos y servidumbres que no había previsto, con franca irritación. A veces me preguntaba en qué consistiría, a qué obedecería esa manía casi tiránica, semejante al erotismo, capaz de imponer, como el erotismo, sacrificios importantes, pecuniarios y de toda índole, antes de conseguir su objetivo, que no era otro que la posesión contemplativa, voluptuosa».

Pero Neruda no solamente se dedicaba a la contemplación de sus objetos, sino que era un estudioso de ellos, de sus historias, de su pasado, de su confección. Esto se evidenciaba aún más con su colección de conchas marinas, que eran sus favoritas y por lo que se ganó fama de malacólogo que significa ‘especialista en moluscos’.

«En México me fui por las playas, me sumergí en las aguas transparentes y cálidas, y recogí maravillosas conchas marinas. Luego en Cuba y en otros sitios, así como por intercambio y compra, regalo y robo (no hay coleccionista honrado), mi tesoro marino se fue acrecentando hasta llenar habitaciones y habitaciones de mi casa», narra Neruda al respecto.

Y continúa: «Exageré este caracolismo hasta visitar mares remotos. Mis amigos también comenzaron a buscar conchas marinas, a encaracolarse. En cuanto a los que me pertenecían, cuando ya pasaron de quince mil, empezaron a ocupar todas las estanterías y a caerse de las mesas y de las sillas. Los libros de caracología o malacología, como se les llame, llenaron mi biblioteca. Un día lo agarré todo y en inmensos cajones los llevé a la Universidad de Chile, haciendo así mi primera donación al Alma Mater. Ya era una colección famosa. Como buena institución sudamericana, mi universidad los recibió con loores y discursos y los sepultó en un sótano. Nunca más se han visto», cuenta en sus Memorias el Poeta.

Al respecto, su gran amigo y camarada Volodia Teitelboim, cuenta: «Una noche llegó a la casa de Neruda el científico inglés Julian Huxley, que entonces era secretario general de la Unesco. Más alto que su hermano Aldous, lo vi entrar con ese talante de flema y dominio de las formas que caracteriza a algunos intelectuales británicos. Preciso, como estudiando a ese hombre animal raro que lo recibía en una casa tan particular, le dijo francamente de entrada: “A mí más que el poeta, me interesa en usted el malacólogo”. Neruda lo llevó a ver los caracoles y también las rutilantes mariposas. Escuché un diálogo inesperado. Era la conversación entre dos científicos, que sabían de todo respecto de esos seres del mar y del aire. Usaban con la mayor naturalidad sus nombres en latín. Comencé a descubrir en Neruda un conocimiento que no le suponía. Y concluí que sus libros sobre pájaros, su sabiduría respecto a la fauna de la tierra y de los océanos, su omnisciencia en plantas no era pura invención poética, sino que estaba fundada en un estudio serio, derivado de una observación apasionada de inagotables lecturas».

Pero además de amar los objetos y de tener amplios conocimientos sobre ellos, Neruda amaba a las gentes, sobre todo a los más pobres, y conocía también sus necesidades. Y aquí va la siguiente historia. Todo comenzó cuando un día, una mujer de aspecto humilde tocó la puerta de la casa de Pablo y le contó con gran tristeza que su esposo había muerto y lo único que había dejado era una mina de lapislázuli. Tenía ocho sacos y le había dicho a Pablo con una gran convicción, que sólo a él podía vendérselos. Pablo aceptó comprarlos, pero había un detalle: estos sacos estaban en la cordillera, muy cerca de la mina y la mujer no tenía los medios para transportarlos. Para Neruda esto no era un problema, sino toda una aventura. Matilde cuenta las peripecias que tuvieron que pasar para llegar hasta allí y lo peligroso que fue. «Yo venía bastante inquieta, mientras Pablo estaba encantado con esta aventura. Para él fue un día maravilloso y para mí un día de angustia y sobresalto», recuerda Matilde en sus memorias. Durante muchísimo tiempo no supieron qué hacer con todas esas piedras azules, hasta que un buen día se convirtieron en un bello mural hecho por la artista María Martner, que descansa arriba de la chimenea del Poeta coleccionista.

Un día cualquiera, le llegó una carta al Poeta. Quien le escribía le relataba las características exactas de dos esculturas de ángeles que poseía, también contaba quién había sido el tallador y que los copió de la Capilla Sixtina. Este tipo de cosas fascinaba a Neruda, quien sin pensarlo mucho tomó su auto y se dirigió con Matilde a ver en persona estas obras. Cuando llegaron al lugar, Neruda miró a los ángeles e inmediatamente dijo: «Son míos, me los llevo. Creo que este tallador los hizo para mí. Me estaban esperando». El dueño lo miró extrañado, no entendía la conexión del coleccionista Neruda quien inmediatamente reconoció algo que estaba destinado a ser suyo. «Cómo es de misterioso esto de coleccionar objetos», le decía Pablo a Matilde.

«Siempre he dicho que las cosas buscan a Pablo», narra Matilde. «Deseaba algo y al poco tiempo encontrábamos ese algo. Inesperadamente», agrega tras contar cómo consiguió este Poeta su mesa de trabajo. Fue durante una noche tormentosa en que Pablo divisó en el mar movido un madero. Pablo se puso nervioso y seguía con la mirada su ida y venida. El mar no se decidía si meterlo en sus profundidades o dejarlo en la orilla. «Yo quiero ese madero», decía. «No puedo perderlo». Finalmente el mar dejó al madero en la orilla y Pablo se reía como un niño. El mar le había entregado la que sería su mesa de trabajo. El madero era grueso, gastado por el mar. Neruda dio instrucciones exactas para la confección de su mesa. Cuando estuvo lista, la colocó en un lugar especial de su casa e hizo una fiesta para mostrar a sus amigos su nuevo tesoro. Cuando Pablo la mostraba, preguntaba: «¿No la encuentras extraordinaria?», pero nadie entendía por qué Pablo estaba tan fascinado con esa mesa. «No entienden nada, no ven nada», renegaba Pablo ante Matilde. Es que el Poeta era capaz de ver cosas que nadie más podía.

Quiero finalizar este discurso con dos anécdotas más que retratan a Poeta coleccionista de cuerpo entero. Durante los viajes constantes de Pablo y Matilde al pueblo, observaban siempre el movimiento de una locomotora en un aserradero, a unos 10 kilómetros de su casa de Isla Negra. Un día el dueño paralizó sus trabajos y abandonó la locomotora. Pablo, fascinado con esta gran máquina, buscó al dueño y le ofreció comprar la locomotora. El dueño se la vendió a muy bajo costo, creyendo que sería imposible que Neruda lleve este pesadísimo vehículo hasta su casa.

A partir de ese día, el debate diario entre los amigos de Neruda era la traída del «locomóvil». Nadie sabía cómo se podría transportar semejante cosa. Pasaron muchos meses, hasta que un grupo de muchachos llegó a la zona y se reunió con Pablo. Se enteraron del «problema del locomóvil» y decidieron hacer un plan para su traslado, guiados por ese brío que da la juventud. Ellos estaban fascinados con el tema y discutían sobre la cantidad de bueyes y de camionetas que se necesitarían. Pablo los interrumpía de rato en rato para decir: «que sean muchos bueyes en caso uno falle, que sean muchos jeeps en caso uno se malogre…», los muchachos reían a carcajadas y finalmente convinieron un día para traerlo.

Ese día Neruda y Matilde debían salir desde temprano y dejaron las llaves a los jóvenes. Neruda, incrédulo aún, dibujó un aspa en un lugar de su casa para que lo pongan allí cuando lo trajeran. Ya muy de noche, cuando la pareja volvió a casa, quedó inmensamente sorprendida al ver a la hermosa locomotora justo donde Pablo había pedido que la pusiesen. Esa noche no pudieron dormir imaginando cómo habían logrado semejante hazaña esos muchachos. Al día siguiente, el grupo de jóvenes contó que estuvo a punto de morir transportando el vehículo puesto que tuvieron que atravesar pendientes, bajadas y subidas, pero lo peor fue un puente endeble donde todos creyeron que caerían al río y terminarían en el hospital. Pero lo lograron. Le llevaron al poeta uno de sus más grandes juguetes.

Finalmente, y como para no olvidar el terror que se vivió en Chile a partir del 11 de setiembre de 1973, narraré lo siguiente: luego de los saqueos y la destrucción de las casas de Neruda ordenados por el genocida ya mencionado anteriormente, Matilde temía por una carga de libros, pinturas y otros objetos valiosísimos que llegarían desde Francia por barco al puerto de Valparaíso. Neruda compró todo esto con el dinero que obtuvo gracias al Premio Nobel, sin saber que llegarían después de su muerte.

Ante el inminente peligro que corría esta carga y en medio de esa repugnante dictadura, Matilde se dirigió valientemente a la intendencia chilena y habló con un almirante quien se comprometió a ayudarla. Esto obviamente fue un acto inútil y casi demencial, como lo describe la misma Matilde, puesto que cuando llegó el barco a Valparaíso este almirante nunca se comunicó con Matilde y más bien llamó a la prensa para que presenciara lo que dijo sería una carga de armas mandadas a traer por Neruda. Finalmente se destaparon los paquetes y no vieron más que libros, pinturas y vinos finísimos, los cuales, obviamente, fueron robados por los militares.

Y así podría continuar, queridos amigos, por mucho tiempo más, narrándoles tantas historias sobre Neruda y sus increíbles tesoros. Pero hoy me detengo aquí e invito a todos a conocer más de este niño grande, poeta del amor, poeta-político, poeta-comunista, poeta-coleccionista… en fin, los invito a conocer más sobre las maravillosas vidas de Pablo Neruda.

Lima, 18 de setiembre del 2012


____________________

*Licenciada en Periodismo y estudiante de Lingüística de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es Responsable de Prensa, Difusión y Comunicaciones de la Asociación Una Biblioteca para mi Pueblo. Nerudiana de corazón. Es una joven coleccionista de las primeras ediciones de los libros de Neruda y de todo lo que se escribe sobre él. Durante el 2011 hizo su primer recorrido por las tres casas de Pablo Neruda en Chile: La Sebastiana, La Chascona e Isla Negra, y se entrevistó con personajes que conocieron al Poeta.

2 comentarios:

  1. Escribes muy bien. Grace. Sin duda te conectas con Neruda.

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    1. Gracias por leerme, Máximo. Tú bien sabes cuánto aprecio la obra de Pablo, al igual que tú. Quedó demostrado en la maravillosa ponencia que presentaste en ese primer evento que organizamos para homenajear al gran Neruda.

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